Dahiye, feudo de Hezbolá en Beirut. Llantos, golpes en el pecho, cánticos de venganza y el color negro omnipresente (en las abayas de las mujeres y en las camisetas de los hombres) dominan la marcha fúnebre para transportar hasta el cementerio a cuatro de los muertos por la detonación a distancia de miles de buscas. De repente, un walkie-talkie estalla, las redes se llenan de imágenes de explosiones similares en otros puntos de Líbano y todo artefacto electrónico ―casi sin excepción― se convierte en sospechoso, con más o menos criterio. “¡Nada de iPhones, nada de iPhones!”, grita un guarda de seguridad a decenas de metros del lugar de la explosión. “¿¡Por qué está todavía iluminado!?”, pregunta nervioso otro joven del partido o la resistencia (como todos llaman aquí a Hezbolá) antes de requisar un móvil, sin darse cuenta de que simplemente estaba conectado a un power bank. Los ordenadores portátiles o una grabación con el móvil de manos desconocidas pasan a ser un peligro potencial.