El miércoles, primer día de la segunda era Trump en Estados Unidos y en el mundo, transcurrió relativamente tranquilo a las puertas de Mar-a-Lago, la mansión con club de golf en la que el presidente electo tiene fijada su residencia. Había muchas patrullas de la policía de Palm Beach (Florida), pero no tantas como equipos de televisión en busca del mejor tiro de cámara sobre la extravagante propiedad. Solo unos cuantos simpatizantes de Donald Trump se concentraban a primera hora de la tarde en la última zona de estacionamiento antes del acceso a Mar-a-Lago. Estaba Greg, barbudo y pelirrojo, a lomos de una moto de trial, que contó que fue la “personalidad única” del candidato lo que le hizo votarle. Bridget, con gorra Make America Great Again (devolvamos la grandeza a Estados Unidos), que empujaba el carrito de su bebé y que dijo que había vivido la jornada electoral convencida del triunfo, aunque nerviosa “por si los otros hacían trampas”. O Cindy Falco DiCorrado, que lleva “desde 2016″ viniendo aquí con unas amigas y carteles del republicano para arrancar de los coches que pasan por la carretera un bocinazo u otra señal de apoyo.