Humberto Ortega Saavedra tuvo sólo dos operaciones guerrilleras de calibre en su vida y ambas salieron muy mal. La primera fue en 1967, cuando un comando sandinista intentó atacar la caravana del dictador Anastasio Somoza Debayle en Managua. Todo falló y cayó preso. La segunda fue en 1969 en Alajuela, Costa Rica, cuando ideó y dirigió un complot para intentar liberar de una prisión a Carlos Fonseca Amador, figura hagiográfica del sandinismo. De nuevo, todo falló y no sólo cayó preso, sino que fue herido de gravedad por dos balas calibre 38 y 45: una le atravesó el pecho, rozando su corazón, y la otra, la más grande, impactó en su hombro derecho. Lo paralizó y comenzó a desangrarse. Lo salvaron en el Hospital San Juan de Dios de San José, pero perdió la movilidad de sus manos y dedos. La secuela resultó fatal para sus andanzas guerrilleras. Quedó no apto para combatir, algo que fue determinante para su vida política y militar: se volvió un “estratega” insurreccional y bélico que lo llevó a ser el jefe del Ejército Popular Sandinista (EPS), después que derrocaron a la dinastía somocista en 1979. Figura insoslayable –al igual que temida– de los sandinistas en la década siguiente, y primer jefe militar en democracia que fue clave para la profesionalización de las fuerzas armadas en los años noventa.